....
....
....

sábado, 6 de octubre de 2012

Cómo resucitar abuelos


Normalmente las personas relacionamos conceptos con rostros o cosas. Por ejemplo, cuando yo pienso en la palabra "Arte" me viene a la mente el rostro de Picasso, si pienso en la palabra "Música" veo a Mozart con una casaca roja y una peluca blanca, si escucho la palabra "maestro" pienso en mi padre, y no sé muy bien por qué, pero le imagino siempre fumando en pipa, la palabra "Responsabilidad" me recuerda siempre a Elena Orcajada, mi profesora de literatura en el Bachiller, de la que aprendí mucho más que literatura, cuando me hablan de "Comida" veo una cocina pequeñita con las paredes azules, veo morcillas colgando de unos palos sobre la lumbre y el puchero de alubias de mi madre a fuego lento, que olía al regresar de la escuela. No es algo premeditado, no se decide, supongo que el cerebro busca recursos para ayudarnos a relacionar conceptos con flashes de este tipo, que nos sitúen en la idea mucho más rápido que una definición teórica. 

Pues bien, cuando alguien me habla de "bondad", mi mente sube a mil por hora las escaleras que llevan hasta el desván de mi cabeza, revuelve en el cajón de sastre donde guarda todo lo que se relaciona con la bondad y lo primero con lo que se encuentra es con el rostro de "Monchu"

Monchu era el padre de mi amiga Mónica (22 años en mi vida, se dice pronto, pero alguien debería darme un premio por aguantarla durante tanto tiempo). Un hombre al que no conocí en profundidad personalmente, pero del que siempre oí hablar con cariño, de una manera que me hace pensar  que dio a los suyos todo lo que tuvo, que no fue poco. Nunca le vi fruncir el ceño o tener un gesto negativo, no solo daba lo que tenía,  sino que lo hacía feliz, y eso recoge, para mí, la esencia completa de la generosidad... ser feliz dando. Por esto creo que Monchu era un hombre generoso en esencia y eso, quienes tuvieron la suerte de vivirle lo cuentan, sin contarlo, cada vez que hablan de él. En primera linea su familia y con una perspectiva especialmente privilegiada sus tres nietos, Mateo, Juan y Darío, este último es mi ahijado, lo que les puede dar una medida de lo inconsciente que es mi amiga Mónica. 

Disculpen si me extendí demasiado en esta introducción, necesitaba situarles aquí, justo donde estamos ahora, para que entiendan este pequeño relato desde donde yo lo miro. Ahora ya estamos juntos, ustedes y yo. Ya vemos lo mismo:

"Creo que la mayoría de las veces, cuando no podemos dormir es porque tenemos algo pendiente. Los adultos rara vez nos planteamos resolverlo durante la noche, luchamos contra el insomnio tratando de evadirnos, casi nunca lo conseguimos, miramos el reloj… tictac tictac... que va posando sobre nuestro pecho el peso de un tiempo estéril con el que no somos capaces de hacer nada, ni dormir, y nos contaminamos con otros problemas que aún no están, como el sueño que tendremos mañana en el trabajo. Los niños lo resuelven de otra manera, si no pueden dormir se levantan a solucionar su tarea pendiente. No hay actitud más lógica y la lógica de los niños no ha sido aún adulterada por creencias erróneas y miedos irracionales...

Así que aquella madrugada, antes de que el mundo hubiera empezado a girar, Mateo decidió levantarse. Tenía un importante asunto pendiente. 

Abrió sus ojillos mal enfocados, y salió de la oscuridad que le tenía inquieto, sacó de debajo de las sábanas una manita que apenas tiene más años que dedos, y palpó a ciegas sobre la mesita de noche en busca de sus gafas, se frotó los ojos como un gato para desperezarse y se incorporó sobre la cama. 

Mateo recoloca sus gafas sobre la nariz un millón de veces al día, sobre todo cuando está nervioso. Soy incapaz de entender como puede sujetarlas sobre ese botoncillo chato por el que respira. Hoy está nervioso, pero más que inseguridad, su rostro refleja determinación cuando abre sus gafas y se las pone.

Está claro que la noche de desvelo ha dado frutos. Está claro, Mateo tiene un plan. Se queda unos segundos sentado sobre la cama, mira a su hermano Juan, piensa si necesitará ayuda, pero de momento prefiere guardar secreto, si lo necesita siempre podrá recurrir a él más tarde. Juan duerme con un paquete de cromos sin abrir bajo la almohada. 

Allí donde mira, Mateo encuentra restos de su abuelo, en un cuento que él los leyó, en la barandilla de la escalera que él colocó, en el invento que hizo en la puerta de la entrada para  que no se quedara trancada por dentro. 

Mateo sonríe. Su abuelo necesita ayuda y él no le va a dejar solo ahora, esa idea le da fuerza, le ilusiona. Sobretodo Mateo necesita hacer sentir a su abuelo que no está solo, que él no le va a abandonar ahora. Esa es su misión y ya ha pensado cómo. Se levanta. 

Encuentra una zapatilla, la otra no, él es ordenado, seguro que ha sido Juan quien se la ha perdido, pero ahora no tiene tiempo de ocuparse de ello. La verdad es que su estampa no está a la altura de la dignidad de su misión, un pié descalzo, la goma del pantalón del pijama, incapaz de sujetarse a su pandero flacucho, se resbala constantemente, Mateo sujeta con una mano el maldito pantalón, con la otra se coloca las gafas y mientras, trata de avanzar sigiloso por la casa, sabe que si sus padres le viesen no entenderían lo que quiere hacer y quizás no le dejarían hacerlo, así que avanza de puntillas. Nunca nadie tuvo la capacidad de darle un aspecto tan gracioso a una misión tan noble.

A su edad hay conceptos inquietantes y difíciles de entender. Dos de ellos son "para nunca" y "para siempre" . No caben en su mano, ni en su casa, ni siquiera cabrían en un campo de fútbol. Esas dimensiones de tiempo o de espacio no son comprensibles para Mateo y por tanto no se las acaba de creer y menos para alguien tan próximo a las cosas que él si entiende como puede ser su abuelo. 


- ¿Que "Güelito" se ha ido "para siempre"? Es imposible, alguien se está equivocando y yo lo voy a demostrar. 

Murmura Mateo bajo la mesa del comedor desde donde enciende la CPU del ordenador de papá. El suelo está frio, Mateo se acerca al sofá y coge una mantita que se pone sobre los hombros mientras arranca el ordenador. 

El sol aún no ha salido, pero su resplandor a lo lejos, todavía un poco por debajo del horizonte, comienza a dar color a la hierba del jardín, que se ve por la ventana que hay tras al ordenador. La pantalla es la única luz de la casa, ilumina la cara de Mateo y a él esa luz blanca le parece perfecta para lo que se trae entre manos

- Abuelo, tu no estás solo, yo me ocupo. Tranquilo.

Mateo lleva el puntero con el ratón hasta el icono que abre el acceso a Google. Doble clik.

Una mezcla de nerviosismo y orgullo le invade mientras teclea con su dedo índice las letras que quiere escribir en el buscador: 



Yo no sé qué le respondió Google a Mateo, pero he decidido escribir este cuento para que si lo vuelve a intentar, desde hoy haya un cuento colgado en la red que responda esto: 

Cómo resucitar abuelos

Monchu os dio tanto, que ha dejado su huella en vosotros para siempre (un siempre que tampoco cabrá en un estadio de fútbol). 
Pude entender lo que recibisteis de él cuando, al abrazaos, no supe distinguir entre la alegría que sentíais por haberle vivido y la pena de despedirle. 

Mateo, construye tu vida con más gestos como este. Sois afortunados por teneros. Si no lo olvidas le habrás regalado a tu abuelo algo más hermoso que intentar resucitarle. 

Un abrazo. 
Santiago.

viernes, 6 de julio de 2012

MI VIDA CONMIGO. La rujina y El lobo.

A Darío "El lobo" le gusta madrugar. Le dicen el lobo porque en su barrio todos tienen motes de animales; a saber: el lobo, la jabata, la del mulo, el lichón, comadreja... .

Darío tuvo mote antes que nombre, su madre era "La loba". A él le gusta. Esa herencia intangible le provoca aún hoy, con sus ochenta inviernos bajo la boina, un inconfesable orgullo infantil.

Darío vive el tiempo furtivo del alba, solitario, silencioso, fresco. Estar ahí cuando el sol toma la curva del horizonte le ayuda a sentirse conectado con algo que él no sabe explicar bien.

A Vega le dicen "La rujina". Duerme con una vieja camiseta de Leo, su hermano mayor. La cogió del taquillón de la entrada el día que Leo se fue de voluntario a un conflicto que a ella le cogía muy lejos, en unos Valcanes que a ella le sonaban muy feos. Fue su manera de revelarse, de gritarle al mundo con el ceño fruncido:

- A mi hermano no me lo quitáis, porque yo no le voy a soltar.

Esa vieja camiseta de algodón que le está inmensa, le ayuda a sentir que su hermano no está solo.

La rujina abre la puerta de madera de su habitación, que da a la solana. Descalza, pequeñina. Su pelo rojo sobre la cara filtra la luz en su mirada y su naricilla chata la conecta con el mundo antes que ningún otro sentido. Las pecas, que aún estaban dormidas, todas juntas, echas un gurruño, escondidas en la nuca, corretean desordenadas por su cara, todas quieren estar cerca de la nariz. Ese pequeño caos de pecas en formación le provoca a Vega un agradable cosquilleo de desentumecimiento mientras ella respira, con los ojos cerrados, un aire aún fresco, limpio, prudente, sin estrenar.

Sin abrir los ojos, Vega sonríe. Un olor medio dulce le hace llegar los primeros síntomas de vida. Es la pipa de Darío, no necesita abrir los ojos para saberlo. Espera a que sea Darío quien diga algo.

Darío solo silba como un pájaro. Ellos dos se entienden, forma parte de su idioma. Él la espera en el río, ella corre a vestirse y con el morro aún manchado por la leche del desayuno que ha bebido de un trago, sale disparada de casa.

El lobo y La rujina son amigos ...y más.

Darío es su maestro silvestre. De él aprendió a pescar truchas con las manos, a hacer silbos con las baras de avellano, él le muestra los nidos en los árboles antes que nadie, fue Darío quien la enseñó a nadar en la poza Viaña atada a un cordel como un perrín.

Vega es de esas criaturas que cuenta más cuando escucha que cuando habla, cuando pregunta que cuando contesta. Su mirada hambrienta y agradecida conecta con la de Darío.

Tienen tanto que darse que... simplemente se lo dan.

A los maestros silvestres.
A los alumnos de aquello que se aprende sin tomar apuntes.

sábado, 30 de junio de 2012

El otro día le prometí a alguien volver a escribir a cambio de un inconfesable regalo de vida. Como uno de esos pactos con el diablo que te acompañan hasta el final de tus días... y mas allá. 

Así que aquí estoy, cumpliendo mi parte del pacto. 
Empieza aquí una historia de la que solo tengo claro el titulo. 

Debo confesar que soy un tipo al que le cuesta estar mas de un cuarto de hora concentrado en algo (si llevas mas de quince minutos hablándome y te parece que te escucho... Es mentira, mi mente ya se ha ido de tu lado), así que para mi es muy difícil entender qué es eso de "la meditación", cosa que, por otro lado, me inspira gran curiosidad.

(Tranqui, este párrafo que parece haber caido aquí sin mucho sentido, encontrará su lógica al final).

En base a lo que yo puedo imaginar que es la meditación, creo que lo más parecido que yo hago a meditar, es escribir, porque uso la búsqueda interior de experiencias, recuerdos, sensaciones y emociones para componer vivencias de otras personas y crear con ellas historias. Para "ponerme en su lugar solo cuento con mi lugar".

Así que, mi vida se compone de muchas cosas, menudo descubrimiento, como la de todo el mundo!!!, pero hoy me doy cuenta de que, esas historias que me obligan a rebuscar en mis adentros, son una de las cosas importantes de mi vida, uno de mis recursos de conexión conmigo mismo, con lo que me rodea o incluso con lo que nisiquiera existe... Como mis pequeños momentos de "meditación al revés", usando distintos pedazos de mi vida, siendo conscientes de ellos para escribir y componer otras vidas (si alguien que practica la meditación lee esto y me entiende... De puuuuta madre).

Hay que ver cómo está el patio, todo este rollo solo para explicar por qué escribo y por qué, de esta serie de letras que comienza hoy, solo tengo claro el titulo:

"MI VIDA CONMIGO."


No sé si este título me llevara a una historia larga o a mil historias cortas, no sé nada aún, él se me irá contando. Así debe de ser.

Gracias.