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sábado, 7 de marzo de 2009

Una de pucheros.

En 1984 yo tenía 10 años, cursaba 4º de EGB y mi hermano comenzaba ese mismo año a ir a la escuela en parvulitos. Para mí era una novedad tenerle allí, me ilusionaba la idea de protegerle, y no sólo eso, sino además involucrar a mi grupo de amigos en esa misión, como si en lugar de a la escuela fuéramos al frente. 

Una mañana en el recreo junto con mis compañeros de clase, me encaminaba desde la escuela grande (la de los mayores) al campo de futbito, para eso teníamos que pasar por el parque de arena que había en un lateral del patio, donde jugaban los "niños". Los que ya íbamos al colegio grande habíamos dejado de ser niños, éramos una cosa indeterminada entre la infancia y la adolescencia, ya teníamos 10 años, y dos dígitos eran muchos dígitos.

Allí estaba mi hermano con un pequeño grupo de "novatos"  que aún no se desenvolvía bien en estas trincheras y que miraban a su alrededor con la esperanza aún en la mirada de ver por los alrededores a su madre.

Mi hermano no vio a su madre, él me vio a mí, y en un gesto que ahora interpreto como un intento desesperado de tomar posesión de aquel entorno hostil, se me acercó corriendo a la vez que miraba hacia atrás asegurándose de que sus compañeros le veían. 

Cuando llegó a mi lado me soltó una patada riéndose y alternando su mirada entre la mía y su pequeño grupo de novatos. 

No supe entender su objetivo y lo aparté de mí serio, él me miró de nuevo y otra vez se acercó pateando mi espinilla. Coño, yo no tenía nada que demostrar, pero fuí incapaz de entender por qué mi hermano hacía eso, así que sin más le solté un collejón que se quedó plantao en el sitio. En principio serio mirándome, a los pocos segundos, su rostro se fue haciendo pucheros, con una mezcla de incomprensión y frustración que a mí se me clavó en la memoria hasta hoy. 

Allí solo, entre su hermano, lo único familiar que había en aquel patio inmenso, y los mini-amigos a los que había intentado impresionar.

Tardé pocos segundos en entenderlo, mirando sus pucheros.

Aquel recuerdo vuelve a menudo a mi memoria y desde que Candelucha se sumó a mi vida, más aún, porque hace exactamente los mismos pucheros que mi hermano, con la barbilla temblorosa, los ojos borrosos y los bracitos preparados para que alguien les abrace. 

Cada vez que viene ese momento a mi presente, sea cual sea, me lamento de no haber sabido dejar ganar a mi hermano aquel día, regalarle un pequeño triunfo de iniciación en un mundo que para mí era rutinario y para él extraño e inseguro. Aquella pequeña torpeza (que probablemente mi hermano ni siquiera recuerde) me ha acompañado siempre y me enseñó que muchas veces cunde más regalar una victoria que el propio triunfo que esta nos ofrece.

A veces nos ocurren pequeñas cosas que se nos agarran a la memoria, acompañándonos el resto de nuestra vida y volviendo a cada presente como un eco en  forma de limitaciones, condicionamientos, consejos, apoyos, traumas, sonrisas, conductas, reacciones ...o como en el caso de la historia que acabo de contar, en forma de enseñanza.

Nota: Al niño de la foto, que si pasa por aquí quizás nos cuente si se acuerde de aquel día.






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