En este barrio los niños crecen en libertad, no necesitan esa protección de las grandes ciudades que "encarcela" a los niños.
Vive con su familia en una casa anaranjada que da a la plaza del pueblo. Una de esas casas pequeñas pero acogedoras, ese tipo de calor ajeno a los lujos, ese calor de la gente que está viva, que se quiere y que sonríe.

Le gusta especialmente la luz del atardecer en la época estival, cierra pronto por las tardes y se va a pasear, se va de caza. Jacobo es un cazador de luz, le roba instantes al mundo con su cámara.
Hoy cierra la tienda un poquito antes, se encuentra inspirado y quiere compartir eso con Lucía.
La niña juega a las canicas en las jardineras o en los hoyos que el tiempo hizo en el suelo empedrado de la plaza.
La pecosa (así le llama cariñosamente su padre) está merendando un bocadillo de nocilla en la cocina y su madre se ríe mientras le alborota el pelo con la mano.
- NIña, un día vendrán las demás madres a reclamarme tu nido de canicas... sales de casa con una en la mano y siempre vuelves con los bolsillos llenos-.
- Mamá, el juego es así, yo tengo mejor puntería que los demás- Responde Lucía a la vez que guiña un ojo y se muerde el labio inferior imitando el gesto de apuntar.
En ese momento Jacobo entra en la cocina. -¿Puntería? Mmmmm... veamos qué tan buena puntería tienes-
A Lucía le brillan los ojos y se le pone esa sonrisa desdentada como un piano que tienen los niños cuando empiezan a perder los dientes de leche, una de esas sonrisas que salen espontáneas con hoyuelos incluidos. Se limpia la nocilla de los morros con la muñeca y le da la mano a Jacobo.
-Ven para acá mi niña, quiero explicarte una cosa- Dijo el padre colgándole una máquina de fotos al cuello. La niña no se lo podía creer, agarró con sus pequeñas manos aquel tesoro óptico apretándolo contra sí como si tuviera vida.
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