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martes, 9 de marzo de 2010

Silvestres I

Nacieron juntos, la noche más fría de aquel siglo, en una vieja casa de madera, templada por el calor de la lumbre y pulida por la piel de su gente. Se criaron silvestres, eran dos niños de pies sucios y mocos en las mangas del abrigo, pero mirarlos era un espectáculo de sonrisas y complicidad.
No habían comenzado aún la escuela cuando, todos los rincones de aquel valle, habían acariciado ya la planta de sus pies.

Sus días acababan al lado de la lumbre, sentados en el suelo con un puchero y dos cucharas. Se daban de comer el uno al otro, era un juego que les enseñó la abuela Isabel desde pequeños, solo un ejemplo del cariño que aquella mujer les inculcaba, como una forma de vida. Con la panza llena, se sentaban al calor de las historias que Isabel guardaba bajo el pañuelo que cubría su cabeza y allí, en el regazo de sus brazos firmes y protectores, caían rendidos.

El nuevo día llegaba con la luz, no había más indicadores que ese, el gallo de la familia padecía un miedo escénico que le bloqueaba todas las mañanas a la hora de lanzar su canto.

Era un poema verle subir a lo alto de la casa, colocarse junto a la oxidada y conservadora veleta que anunciaba la dirección del viento siempre con varios minutos de retraso en los que se resistía, chirriando, a cambiar su postura, y ver su conflicto en soledad, luchando contra su propia timidez hasta que bajaba silencioso del tejado, escondiendo la humillación bajo sus plumas.

Este conflicto interno fue convirtiendo a aquel gallo en un ave taciturna y malencarada, de trato hostil y mirada retorcida, que nunca se llevó bien con los niños.

Los primeros rayos del sol se distorsionaban a través de unos viejos cristales que parecían de hielo y se curvaban por la habitación de los niños hasta dar con la cara de Anouk, que remoloneaba sobre el colchón de lana y dirigía su mirada hacia el balcón, donde Yago colgaba sus pies entre las barandillas y perdía la mirada entre los sonidos del valle.

Aquel niño vivía los sonidos con todos los sentidos, el río caramboleando los cantos rodados, el viento bailando con las hojas, los pucheros de la abuela en la lumbre, un burro negro de culo zumbón que pasaba con las cacharras de la leche...Yago lo miraba todo con sus oidos. Al rato abría los ojos y mezclaba lo que había "visto" desde sus oidos con lo que miraba desde sus ojos. Esa forma de palpar el mundo, le daba a su rostro infantil un matiz de serenidad e intensidad poco habitual en los niños.


Anouk lo observaba sentada sobre la cama, con las piernas cruzadas, los codos sobre sus rodillas recogiendo su cabeza con las manos y un brillo de orgullo que retaba al sol.

No tardaba mucho en arrugar la nariz y romper la concentración de Yago con una zapatilla que cruzaba volando la habitación hasta golpear su cabeza.

Ese ritual acababa con una carrera de persecución en la que los dos niños trotaban escaleras abajo agarrados al olor del desayuno que Isabel había preparado.

La comunicación en el desayuno era un cruce de miradas constante entre los tres, de esas con sonrisas descontroladas, hasta que Isabel rompía el silencio:

- ¿Qué harán hoy mis gandules?.

Ante esa pregunta los niños se miraban, sonreían, saboreaban, con un poco de vértigo en el ombligo, la libertad que les daba la abuela con esa pregunta y se aturullaban a contestar
los dos a la vez un bombardeo de ideas en las que esa coherencia que limita a los adultos no jugaba un papel muy importante.
Hoy, una idea se coló en medio de un silencio que andaba por ahí perdido, con voz suave pero contundente un mensaje de Anouk destacó sobre todos los demás:

- Hoy descubriremos un mundo.

Lo dijo con la misma calma que habría dicho -hoy cambiamos las sábanas de la cama-, esa seguridad caló hasta tal punto, que se provocó un silencio intenso desde el que Isabel y Yago se quedaron mirando a Anouk mientras ella les devolvía la mirada, firme y sonriente, encogiendo los hombros y retándoles:

- ¿Qué pasa? Se levantó y comenzó a lavar sus cubiertos del desayuno mientras regañaba con rostro socarrón a Yago.

- Vamos Yago, los mundos no los descubren los perezosos.

Una vez en la calle, Anouk y Yago se sentaron en medio de la plaza, en el banco de piedra que rodea la farola. Su forma circular les encantaba a los niños, por la libertad que les daba al no horientarles en ninguna direccion concreta, era una representación geométrica de su manera de vivir.

Anouk levantó un dedo y señaló al Castro más alto. - Necesitamos un lugar desde el que lo veamos todo sin necesidad de recorrerlo, desde allí arriba abriremos mucho el horizonte y casi veremos el mar.

Sin pensarlo dos veces, Yago se puso en pié, agarro la mano de Anouk y comenzaron a caminar. No había tiempo que perder el camino era largo, pindio y pedregoso.

Yago caminaba decidido, con la mirada fija en su objetivo y apremiando a Anouk que se entretenía con todo. Frunció el ceño y se puso las manos en las caderas cuando Anouk entró a saludar en la panadería. Le encantaba el olor, el calorcito y la barra pequeñita que le guardaba la panadera. Esta le hacía un tiento de apartar el cacho de pan cuando Anouk extendía su mano para recogerlo, sonría, le guiñaba un ojo y le revolvía el pelo. La niña metía el pedazo de pan en el bolsillo de su peto salía dando saltitos sobre el Tejo que había dibujado en la acera, color naranja teja.

- Yago, ¿El Tejo solo se puede pintar con una Teja?.

- Claro Anouk, qué cosas tienes.

La panadera se les quedó mirando conmovida por esa jurisprudencia infantil qeu, ajena a las leyes de la lógica, sienta su cátedra sobre cualquier guá con de canicas de colores y volvió a la tarea, pensando en la forma que daría el día siguiente al panecillo de Anouk.


... ... Continuará ... ...

1 comentario:

Unknown dijo...

Creo que he descubierto al Niño ... me parece tan hermoso que me quedo sin palabras ... "necesitamos un lugar desde el que lo veamos todo sin necesidad de recorrerlo, desde allí arriba abriremos mucho el horizonte y casi veremos el mar ..." y os acompaño! Muacc