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sábado, 13 de febrero de 2010

Tertulias.


No tengo demasiados recuerdos de mi abuelo Angel. Coincidimos muy pocos años en la vida, así que mi memoria los ha compuesto revolviendo, en el gran tazón de desayuno que es mi infancia, las vivencias reales con lo que me han contado y lo que yo imagino.

Recuerdo el paseillo que nos daba, a mi primo Joaquin y a mí, hasta "El caseto del Sordo", los sábados por la mañana.

El Sordo era el zapatero del pueblo (zapatero remendon, no un vendedor de zapatos) y su pequeño caseto, hoy enterrado bajo un bloque de pisos, era un centro de reunión con olor a cuero y pegamento.

Aquellas si que eran tertulias.




Las mentes vivas del pueblo, bajo sus boinas, masticando el humo de su tabaco de liar, contemplaban la vida, la observaban desde los poyos de piedra y le miraban a la cara, como quien ve pasar a un viejo conocido, y espera a ver si le saluda.

Yo frecuentaba con mi abuelo dos de esas tertulias, la del Sordo y la de la fragua de Julipis.

La mayoría de los tertulianos eran hombres del campo ya jubilados. Habían trabajado la tierra y cuando tenían que destacar algo en algún niño, eran sus facultades físicas. El tamaño y la fuerza puntuaban mucho en las pequeñas competiciones de nietos.

A veces, mi abuelo Angel, participaba en esas justas con una frase que lanzaba al tendido mientras me miraba a mí.

- Este chico tiene un pecho como un desván.

A menudo me acuerdo de él. Y es que hay días en los que quiero que la tierra deje de girar, respiro hondo ... muy hondo, como si quisiera aspirarla, y en el desván que es mi pecho, crujen las maderas y se desvencija el ventanuco.

sábado, 6 de febrero de 2010

¿Qué hay, minutos?

¿A dónde se van los minutos cuando pasan?


Cuando echamos la vista atrás, la mayoría ya se han esfumado, dejando a lo sumo, un recuerdo de lo que hicimos con ellos. Son afortunados los recuerdos que no se desvanecen entre los minutos que vienen empujando por detrás, como una muchedumbre de tiempo incontrolada que avanza caiga quien caiga.


Y es que, esos recuerdos se templan con el calor de nuestro pecho y se dan forma a golpe de latidos, miradas, sonrisas y emociones.

Cuando vivo un momento feliz, intenso, siempre, siempre, trato de salir de la situación y mirarla desde fuera, para qeu no se me escape ningún detalle. Cuando lo hago, casi oigo al tiempo caer, como canicas que rebotan en el suelo y no se van a ningun sitio, se quedan por ahí para que juegue con ellas.



Me pierde la vision del mundo cuando consigo que el tiempo carambolee a mi alrededor, dejándose tocar, sin prisa, mirándome a la cara, como yo lo miro a él.


Es como si me agradeciera el buen uso que le hago, queriendo participar conmigo de manera activa. Y de repente esas canicas de tiempo, son presente estático, rodeándome, ofreciéndoseme, abalando mi futuro. Están ahí, tranquilas, paradas, recreandose en su propia existencia y en su entrega... en lo que me dan y en lo que yo les doy.



Y es que, siempre pensé que el tiempo era lo que pasaba entre uno y otro momento feliz. Pero la última vez que viví algo realmente intenso, me quedé mirando las canicas que rondaban por el suelo y ví que, quizás, el tiempo más tangible sea el que se construye en los momentos felices... precisamente durante cada uno de esos momentos y no entre ellos, y es que hoy veo la vida como un "colador" de minutos y yo quiero hacer algo grande con todos los míos, para que se me escapen por el colador los menos posibles... .



Gracias a quien me ayuda a darle forma al tiempo, para que no quepa por los agujeros del colador de mi vida.

¿Qué miras?




Solitario y sin equipaje,
aquel girasol,
cansado de disimular
que no se daba cuenta de que yo lo miraba,
se dirigió a mí desde la cuneta de enfrente:

- ¿Qué miras?

Su voz era grave, fuerte y clara, con un ligero eco de fondo,
parecía más la de un dios que la que uno le podría imaginar a un girasol.
(más como la de Constantino Romero que como la de La Abeja Maya)

Y al otro lado de la carretera,
yo miraba a mi alrededor un poco aturdido y sonrojado.

Avergonzado, trataba de comprobar que nadie veía
cómo, aquel ojáncano flacucho y rubio me observaba fijamente,
cómo seguía con su ojo descarado cada uno de mis movimientos
y yo no sabía donde posar los míos,
metía las manos en los bolsillos, las volvía a sacar, silbaba...

Hoy, uso este blog como tratamiento para superar aquel día.
Como hacen en las terapias de grupo, decidí posar aquí mis angustias y confesarme:

Hola, me llamo Santiago Cobo, tengo 36 años
y una vez me intimidó un pequeño girasol.