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lunes, 11 de agosto de 2008

Historias del Barrio "Pi" (Primeros pasos)




Has empezado a leer sin que suene la música? Si lo has hecho, dale al play y vuelve a empezar.



Aquel barrio tenía algo que me atrajo con fuerza desde la primera vez que lo olí... no bastaba con verlo, aquel barrio había que sentirlo de pleno.

Olía a pastelería en invierno y a hierba segada en verano,  el viento sur del otoño traía olor a chocolate, nueces y castañas y las primaveras amanecían con una esencia fresca de manzanas reinetas. Ya sé que estas manzanas maduran al final del verano, pero allí todo seguía su propio ritmo... ...en aquel microclima, si nadie se preocupaba demasiado por la lógica de las cosas, no iban a hacerlo los manzanos ... ¿No?

La  disposición del barrio era parte de su esencia, estaba a la salida del pueblo, al pie de una colina verde como la de los Teletubbies. Por allí no se llegaba a ningún sitio, por allí no se pasaba, allí se iba.  (la diferencia entre ir y pasar... esa era una parte importante del carácter del barrio)


Los niños jugaban invadiendo las calles sin peligro, porque los pocos coches que llegaban al barrio se quedaban a la entrada, de hecho, la policía local, viendo que sus servicios no eran necesarios acabaron transformados en personajes infantiles  (Teleñecos, Barrio Sésamo, Teletubbies...).


Las calles estaban repletas de huellas dejadas por los niños, los cuadrados del tejo pintados en el suelo, porterías dibujadas en las paredes, gomas atadas de farola a farola, guas de las canicas agujereados en las jardineras... ...


Ahora sé que no era una sola razón la que me unió a aquel lugar, sino la suma de muchas que me fueron abrazando, que me hicieron crecer y aprender en la inmensidad sin límites de aquel pequeño rincón del mundo que fue a acurrucarse allí, como escondido, como si fuera un cacho de otro planeta que, desorientado, acabó en aquel huequín de la tierra por equivocación.

Parecía sacado de uno de esos musicales en los que todos los vecinos salen cantando y bailando a  la vez, asomados por las ventanas, agarrados a las farolas, saliendo de las porterías, saltando sobre los charcos con sus zapatos de claqué.

Allí todo el mundo cantaba y lo hacía bien, salvo Matías el herrero que de pequeño, por no oir las fuertes discusiones de sus padres, un invierno se tiró al lago helado y se quedó sordo. Esto le provocaba un ligero problema de afinación y ritmo que traía loco al director del coro, un esquimal islandés paciente y equilibrado, que iba a todas partes con su amiga Björk, una foca albina con acento andaluz que era adicta a los sugus de piña.

MIrar el barrio desde la colina era darse un baño de colores y de luz, era como desayunar un boll de ácidos, era frotarse los ojos y volver a mirar,  impregnarse de un ritmo sereno y seguro, ajeno a lógicas e inercias, que transmitía una calma intensa a quién lo contemplaba y lo preparaba para patear sus calles.


Me divertía observar las conversaciones y las risas de las vecinas que cruzaban las calles de balcón a balcón y sin poder evitarlo casi me colaba entre sus fogones.
Pero sin ninguna duda, lo que más me atrajo de aquel lugar fueron las rarezas divertidas de los vecinos, cada uno tenía la suya:

(contiuará...)

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