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jueves, 2 de septiembre de 2010

Sin Velas




Esa noche se subieron a la azotea de un verano que ya se iba apagando.

La luna les posó a su lado una mantita de otoño que había comenzado a tejer allá por el mes de mayo, inmensa y cálida.

Desde allí arriba observaron al viento bajar por las montañas, revolviento las copas de los árboles y respiraron los aromas silvestres con los que este, les alborotaba el pelo.

Revolvían su taza de café con las agujas del viejo reloj de pared que, hace tiempo, ya solo miraban porque era bonito. Ya nisiquieran recordaban cuando pasó, pero hacía tiempo que, el tiempo, les dejó de importar.

Él miro a su alrededor, con esa cara que ponía cuando tenía alguna de sus ocurrencias, ella lo miraba y sonreía en silencio.

Él comenzó a recoger palos y cuerdas de la azotea y fue componiendo con ellos un simple esqueleto cónico sobre el que terminó colocando la mantita que la luna les había regalado, dejándola a ella dentro, protegida.

Se subió al tejado, se puso de puntillas y le contó a la luna un escucherite al oido.

Después entró en la tienda, donde ella le esperaba con la camisa y la sonrisa desabrochadas.
Se sentó a su lado y ella quiso encender una vela. El la detuvo, se tumbó en el suelo a su lado y señaló al techo, donde había quedado una especie de ventanuco sobre el que se apoyaba la luna.

- No quiero velas, dejemos que este viejo satélite nos alumbre los caminos.
No quiero nada que nos deslumbre, ni que se gaste, ni que el viento pueda apagar, no quiero nada que no vaya a estar mañana.

Y siento fuerza, talento y genio como para crear con su luz una vida que no cabe en el mundo.

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